Supuso que procedían de los niños, pero los ladridos y la inquietud del perro que estaba a su lado le llevaron a pensar que el motivo podría ser otro.
Sólo tuvo que andar unos metros para ver un barco sobre las rocas del bajo de Pegar, con las luces encendidas y hundiéndose por la proa. Era el ‘Santa Isabel’.
Le hizo señales para indicar a sus tripulantes que iba a buscar ayuda, y echó a correr hacia la aldea, distante tres kilómetros.
Fue entonces cuando se puso en marcha el improvisado dispositivo de salvamento liderado por tres mujeres, con el apoyo en tierra de Cipriana Crujeiras.
El mar batía con fuerza en una isla en la que sólo permanecían una veintena de vecinos, los más jóvenes, las mujeres y los mayores, porque el resto se encontraban en Aguiño o Carreira, adonde habían ido a celebrar el fin de año con sus familias y no pudieron regresar debido al temporal
María Fernández, de 14 años; su cuñada, Cipriana Oujo, de 24, y Josefa Parada, de 32 años, salieron corriendo de sus casas hacia la playa de Area dos Bois. Allí subieron a una de las dornas utilizadas en la captura del pulpo.
Pasaban unos minutos de las cinco de la madrugada. Tres horas después llegaron al buque, que se estaba hundiendo a dos millas del punto del que habían partido. Sucedió el domingo día 2 de enero del año 1921.
«Saíron a pan de millo, como se di en Aguiño”, afirma Manuela Parada, bisnieta de Josefa, para resaltar que realizaron el recorrido durante la noche, entre el viento y la lluvia, a remos.
«Daquela, a xente estaba acostumada a pelexar co mar e pensaban que era unha cousa moi normal o que facían, pero non era», agrega.
Las reducidas dimensiones de la dorna no dejaban espacio suficiente para dar cabida a los náufragos, que se agarraban desesperadamente a ella.
Entre dos aguas, los llevaron a la playa de O Almacén, donde fueron atendidos por los vecinos. El viaje se repitió en cuatro ocasiones hasta el amanecer, cuando llegaron los barcos procedentes del puerto de Ribeira.
El mar seguía muy agitado y poco pudieron hacer. A las 8.30 horas el barco se partió en dos pedazos. De las 269 personas que viajaban, 188 viajeros y 81 tripulantes, murieron 213 y 56 se salvaron. La mayor catástrofe de la historia de la navegación en Galicia se había consumado.
El último viaje del ‘Santa Isabel’ comenzó el día 29 de diciembre del año 1920 en Bilbao, donde recogió a 155 pasajeros antes de dirigirse a Santander. En ese puerto subieron otros cuarenta. Procedían de Castilla-León, Euskadi y Asturias y sus destinos eran Argentina y Uruguay.
Su llegada al puerto de A Coruña quedó registrada a primeras horas del 1 de enero del año 1920. Subieron al barco 31 personas, y poco después del mediodía reanudó su periplo. En Vilagarcía lo esperaban 37, y 217 en Vigo.
El mar estaba picado, el tiempo era inestable. A la altura de Fisterra estalló el temporal, acompañado de una intensa niebla. El buque redujo la velocidad y las cortinas fueron corridas para que la luz no dificultase la visibilidad.
El capitán, Esteban García Muñiz, pospuso la cena hasta la llegada a Vilagarcía y se ocupó de dirigir el barco. Su intención entrar en la ría de Arousa por el sur, lejos de los bajos de Sálvora.
La navegación discurría lentamente, el mar lo condujo hacia la isla, y cuando se percató de lo que estaba sucediendo, tenía delante unas rocas. Ordenó la marcha atrás, pero era demasiado tarde.
Pasaban 50 minutos de la una de la madrugada. El temporal hizo el resto: el buque quedó encallado, se produjeron tres vías de agua y empezó a hundirse.
El ‘Santa Isabel’ quedó sin suministro eléctrico poco después de la colisión, interrumpiéndose la petición de ayuda enviada por el telegrafista, lo que dio lugar a una trágica confusión.
«Estamos encima de las rocas de Salv», decía el incompleto mensaje que recibieron en la estación de Fisterra, donde interpretaron que estaba a salvo, al igual que en el barco francés ‘Flandre’, que se encontraba en la zona del siniestro.
Quien dio aviso a Fisterra de lo sucedido fue el vapor ‘Cabo Menor’, que se dirigía al puerto de A Coruña desde Vilagarcía
Avanzada la noche, el pánico hizo presa de los viajeros. Algunos intentaron salvarse utilizando los botes salvavidas, que fueron destrozados contra las rocas, y otros trataron de llegar a la costa a nado.
Las olas barrían con furia la cubierta. Los curas impartían ‘in articulo mortis’ el perdón a quienes se lo pedían.
«Acurrucada en un rincón, una madre intentaba amparar y cubrir con su cuerpo a cinco infelices criaturas. Durante un tiempo, las olas, furiosa y gigantes, parecían respetar aquel cuadro de ternura y amor. Cambió el viento y el mar se abalanzó sobre las inocentes víctimas. Fue un momento de angustia sin igual ver como cada ola iba arrancando, uno a uno, los hijos de los brazos de aquella madre, a quien ahogaba el dolor. Con el último de los hijos, al que abrazó desesperadamente, llevó el mar la figura más hermosa de madre que contemplé en mi vida», narraría después uno de los supervivientes, el oficial Luis Cebreiro.
Con el día comenzó la recuperación de cadáveres, que se prolongó durante meses entre Fisterra y Marín. El antiguo cementerio de Ribeira fue reabierto para dar cabida a 33, y las autoridades ordenaron su enterramiento en los camposantos más próximos al lugar donde apareciesen.
Una campaña desplegada por varios organismos e instituciones culminó con el acuerdo del Consejo de Estado por el que aprobó el ingreso en la Orden Civil de la Beneficencia y la concesión de la Cruz de Salvamento Marítimo de tercera clase con distintivo negro y blanco a Josefa Parada, María Fernández, Cipriana Oujo y Cipriana Crujieras, así como a otros cuatro vecinos de la isla situada en la bocana de la ría.
Las cuatro mujeres protagonizaron un multitudinario recibimiento en las calles de Vigo. La concesión de las condecoraciones iba acompañada de una gratificación de 3.000 pesetas (18 euros) y una pensión vitalicia que no pasó de ser simbólica.
El producto de la recaudación realizada por los emigrantes gallegos en México y Buenos Aires para ayudarles tampoco llegó a sus bolsillos.
Ribeira recibió el título de ‘Muy noble, muy leal y muy humanitaria ciudad’. Esta leyenda figura en el escudo del Concello. Es el único rastro que dejó la epopeya protagonizada por tres mujeres que desafiaron a la muerte y tuvieron que abandonar Sálvora cuando así lo quiso su propietario, el marqués de Revilla.
Mientras se sucedían los actos, los submarinistas vaciaron el barco, llevándose la caja fuerte, que guardaba un millón de pesetas (6.000 euros). Todo lo que queda son unas planchas de madera a unos cuarenta metros de profundidad, en las inmediaciones de Punta Besugueiros.
En el dote de boda que recibió el grovense Francisco Torres al casarse con María Concepción Romay, en diciembre del año 1972, figura una puerta con una inscripción y un número que tenía incrustada un pestillo de bronce.
Fue el legado del abuelo de su mujer, Fidel Pérez, que lo encontró cuando faenaba con su barco en la ría de Arousa.
Al vilagarciano Rafael Sabugueiro le regalaron un pedazo de madera carbonizada que pesa como una piedra. Procede de un guayacán, un árbol que crece en Brasil, mide 15 centímetros de longitud y cinco de ancho.
Lo recibió de manos de un vecino de Pobra do Caramiñal. Formaba parte del pasamanos de la borda de un barco.
El pestillo y el trozo de madera proceden del ‘Santa Isabel’. Los restos de la embarcación fueron vendidos como chatarra a empresas de Carril (Vilagarcía) y Muros.
Una inscripción en el escudo municipal, un monumento que instalaron los padres de una víctima al pie del faro de Sálvora, dos fragmentos de un barco de 88 metros de eslora; un libro titulado ‘Sálvora, a traxedia do Santa Isabel’, escrito por Xosé María Fernández Pazos, en el que está documentado este reportaje, y los recuerdos es lo que permanece.
El poblado que habitaban está en ruinas. «Nada de nada. Non fixeron un monumento nin fan un acto polo aniversario do naufraxio. Daquela non lle daban importancia ó que facían porque a vida era moi dura, pero hoxe sabemos que foron un exemplo. A Ribeira déronlle un título», lamenta Manuela Parada.
Y en la “Muy noble, muy leal y muy humanitaria ciudad” de Ribeira, donde ocupa un lugar prominente la avenida del general Franco, los nombres de María Fernández, Cipriana Oujo, Josefa Parada y Cipriana Crujieras, cuatro mujeres curtidas en temporales que protagonizando el más alto gesto de solidaridad posible en un ser humano, siguen sin encontrar un hueco en la esquina de una calle o una plazuela, a punto de cumplirse 90 años del episodio.
«Canto máis pobres, máis asoballados», remacha la bisnieta de Josefa Parada.
Diario de Pontevedra (21-11-2010)
Estoy haciendo un pequeño trabajo sobre la Ría de Arosa. Es el testimonio más completo que he encontrado sobre la tragedia del Sta Isabel.
ResponderEliminarUn saludo