Matar a una persona no significa acabar con las ideas que defiende o en las que se escude para justificar sus actos. Matar a una persona es, simplemente, acabar con su vida, y esta acción, que en algunos casos extremos puede tener una justificación humana, nunca debería contar con parapetos morales ni legales, de manera que, si no se produjesen circunstancias que eliminasen la responsabilidad del autor, quien mata a otro ser humano es un homicida o un asesino, en función de las circunstancias que concurran. No sorprende observar las reacciones tras el asesinato de Bin Laden. Son las lógicas después de la potentísima y prolongada campaña de los gobiernos y sus terminales mediáticas incitando al odio y envenenando a los ciudadanos. Progres y fachas, por fin de acuerdo, celebran juntos el ritual de la sangre, y solo discrepan en cuestiones de tipo procedimental. De la tortura se encargó un indeseable, y ofició de sacerdote en el sacrificio supremo un Premio Nobel de la Paz. Bin Laden es una creación de la fábrica de monstruos de EE UU, cuyo control perdieron sus autores. El origen de las masacres no responde en exclusiva a las bestiales injusticias económicas que niegan el futuro y la más mínima esperanza a millones de personas, pero son el caldo de cultivo del odio y el fanatismo. Matar a una persona, o a miles, es muy fácil. El peligro de que se repitan las masacres está tan latente hoy como hace una semana. Festejar una muerte es aterrador, debería provocar inquietud, más todavía si quienes dan saltos de alegría elevan después la mirada al cielo para alabar a sus dioses, tan generosos, moldeables y comprensivos ellos.

Diario de Pontevedra (06-05-2011)
chispa negra
5/05/2011
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