Contaban con las autorizaciones del Concello, la Deputación, el Arzobispado y la Casa Civil del Jefe del Estado. El Ministerio de Educación Nacional puso pegas por el lugar porque pretendían ubicarlo al lado de la cruz situada en la cumbre, y obligó a desplazarlo 500 metros del punto elegido, exigencia que no impedía que continuase en el perímetro de la construcción medieval.
En el año 1965 dio su permiso. Pero los emigrantes hicieron oídos sordos a la petición de ayuda, cursada a través de las cajas de ahorro, y no hubo manera de que las señoras postulantes recaudasen los 2.525.000 pesetas que costaba la obra encargada al escultor de Vilalonga Alfonso Vilar.
Hubiera sido otro atentado, en unos tiempos en que los concellos de Vilagarcía y Vilanova, cuyos territorios confluyen en este paraje, consentían «explotar sus canteras por una mezquina retribución, y que los industriales rompiesen, piedra tras piedra, el edificio hasta dejar una espantosa ruina», denunciaba el historiador Valentín Viqueira en el año 1961.
Claro que no salió indemne, porque en plena fiebre por el levantamiento de monumentos religiosos e instalación de placas para recordar la victoria de Franco, «unos incultos destrozaron con dinamita la cara más grande de esos monolitos, haciendo desaparecer para siempre restos del citado castillo», agrega Viqueira.
La dictadura no le sentó nada bien a la fortaleza cuyos vestigios pueden observarse hoy, y la democracia tampoco se portó mejor. «Aterra pensar que en un emplazamiento arqueológico como el de Castro Lobeira todavía no se tenga realizado un plan de excavaciones adecuado», lamenta otro historiador, Xosé Luis Vila Fariña, en un libro publicado en el año 1997, titulado ‘Guía histórica del monte Lobeira’, en el que está documentado este reportaje.
«Abatida por la injuria del tiempo, más que por los Hermandiños, y después permitida la rapiña, hoy sería difícil reconocer su emplazamiento en este soberbio caos de megalitos que oculta los últimos vestigios que dejó escrito en 1607 el visitador del arzobispo», exponía Álvarez Limeses.
«Se ha podido descubrir, íntegra, la cimentación y diseñar su plano, cuya exactitud está comprobada por una foto tomada desde un avión», dejó escrito el que fuera director del Museo de Pontevedra entre los años 1937 y 1940.
«Tiene una sola puerta y toda ella es de piedra de grano, y entrando por la puerta tiene una plaza de armas, y por la parte de poniente y mediodía tiene una fuerte muralla, y hacia la parte del septentrión y del oriente tiene una torre muy fuerte, y la puerta de esta torre está muy alta, que para subir a ella es menester una escalera», describió el visitador del arzobispo, Jerónimo del Hoyo, en el siglo XVII.
El informe que emitió también indica que por una esquina de la fortaleza bajaba una canalización por la que apenas cogía un hombre que salía por debajo de la muralla, con la finalidad de que pudiera ser usada para eludir los asedio, y que desde una mina situada bajo tierra un canal conducía hasta la ría de Arousa, en Cambados, donde se surtían de pescado fresco.
«Y al cabo del mucho tiempo que duraba el cerco, los dichos cercados arrojaron al ejército de los enemigos algunas pescadas frescas, por lo que conocieron que no los podían coger por hambre, y así levantaron el cerco», explica Jerónimo del Hoyo.
Con una cumbre afilada desde la que se divisa una panorámica de la ría de Arousa y el valle de O Salnés, Lobeira parece diseñado para estar culminado por un castillo, un palacio o una fortaleza.
«Imaginemos el estupor que causaría en nuestros lejanos antepasados hallarse ante este pétreo misterio, viendo todos los atardeceres hundirse la nave del sol en el proceloso piélago. Para nuestros primitivos ancestros, el lugar, sin duda alguna, se convirtió en morada de alguna deidad», mantiene Vila Fariña.
Las primeras noticias de la construcción datan del año 964 y figuran en un documento relacionado con el reparto de las salinas gestionadas por los monjes del monasterio de Cálogo (Vilanova), que abastecían a la España que no estaba dominada por los árabes.
Ildaura, la Condesa de O Salnés, pudo haber sido la promotora de una fortaleza que cambió de propietarios en varias ocasiones hasta el período comprendido entre los años 1466 y 1469, cuando tuvo lugar la Segunda Guerra Irmandiña que provocó importantes destrozos en esta construcción.
Hasta entonces, esta edificación defensiva, que al igual que la de A Lanzada, As Torres de Oeste de Catoira o la de San Sadorniño de Cambados, formó parte de un complejo sistema que se encontraba en la costa, articulado con la finalidad de impedir las incursiones de las expediciones de normandos y sarracenos, atraídos por al tesoro que, suponían, estaba en la Catedral de Santiago.
Cuando Fernando de Andrade tomó posesión del Arzobispado y ordenó hacer una tasación de los daños causados por la revuelta Irmandiña en casas y fortalezas, pudo comprobar que la de Lobeira era la más afectada, y la suma necesaria para repararla ascendía a 7.000 reales, cuando en las demás oscilaba entre 800 y 2.000, precisa Valentín Viqueira.
De poco valió que estuviese situada en el Camino Francés, los intereses estratégicos cambiaron , y con ellos el valor de Lobeira, que fue abandonada a su suerte.
«Se ha arruinado, cayéndose todo el cubierto y una esquina de la muralla, cuyos materiales se han llevado y usurpado ocultamente sin quedar ninguno con que reedificarla y que de pocos días a esta parte se han deshecho y robado la piedra de la puerta principal, de forma que no habiendo quien la cuide y repare, vendrá a arruinarse y perderse de todo», se hacía constar en el foro de Antonio Monroy, en el año 1694.
Situada en un castro en el que los celtas dejaron la huella de su paso en muestras de cerámica o la punta de una flecha de sílex, entró en el túnel del olvido hasta el siglo XIX, en el que historiadores y etnógrafos llamaron la atención sobre su valor.
«Pasados 800 años, aún se ven en su sitio los sillares de una de las torres, sobre un peñasco se ven, hechos a golpe de pico y cincel, los asientos de otra torre». Pero la llamada de atención de Valentín Viqueira no fue escuchada por quienes pudieron haber puesto a salvo los últimos restos. La visión desde lo alto no cambió, pero hoy resulta imposible realizar la evocación del historiado López Ferreiro: «Desde allí, Doña Urraca podía pasear la vista por aquel bellísimo horizonte. Con la misma libertad con que desde las ventanas de la fortaleza salían los halcones para perseguir la caza, podía ella, en su fantasía, surcar los mares, trasponer las islas y recorrer los hermosos valles que se ofrecían a su vista».
Foto: Reconstrucción del enclave realizada por el historiador Valentín Viqueira
Diario de Pontevedra (26-06-2011)
Tuvo amores, amoríos, amantes, y alegremente los celebró; pero la historia clerical dice que fueron conductas que sonrojaría relatar.
ResponderEliminarhttp://joseluisregojo.blogspot.com/2012/03/pamelia-kurstin-hipatia-urraca.html