Era un rapaz despierto de Valga, que trabajaba de tratante y se casó con Carmucha, su novia de toda la vida. Con dinero en los bolsillos, se dejaba caer ocasionalmente por las casas de citas de Santiago.
Y una mañana, cuando cruzaba el Arco de Mazarelos, chocó con una mujer. La había visto meses atrás y su imagen le quedó grabada. Supo que se llamaba Andrea y que estaba viuda. Empujado poruna fuerza que no lograba contener,se dirigió a su casa.
Acordaron utilizar el tren en sus encuentros. A la vuelta de los viajes a Santiago, ella subía. Entre la capital y Padrón, daban rienda suelta a su pasión en un vagón. Xelucho pagaba cafés a los ferroviarios para comprar su silencio.
Pero un día, en pleno ardor, Andrea tiró de una palanca y el tren frenó, un ferroviario se fue de la lengua y su mujer escuchó un comentario en Valga. Le hizo gracia, hasta que se percató de que hablaban de su marido.
Llegó el jueves y Xelucho se fue a Santiago a la feria. A primera hora de la tarde inició el regreso de vuelta con Andrea. Bajaron las cortinillas y cerraron el vagón. Al llegar a Padrón bajó para despedirse, sin percatarse de que Carmucha observaba la escena.
Allí mismo la esposa perdió el conocimiento, aunque su marido no llegó a enterarse. Quien sí lo hizo fue el cura de su parroquia, don Ramiro, que lo puso en antecedentes.
Arrepentido, al día siguiente Xelucho le pidió que intermediase. «Agora tócache esperar a que afrouxe o temporal. Que carallo queres facer co forno tan quente, eh?», le respondió.
Fue preciso que se citase con el cura de la parroquia de Carmucha y ambos se dirigieron al padre de la esposa engañada. Con unas copas y unos pedazos de bizcocho firmaron la paz, pero todavía no estaba escrito el último capítulo.
Andrea supo por terceras personas que el tratante había puesto fin a las citas, y el 25 de julio de 1965, cuando Xelucho se encontraba en la estación de Santiago con su familia, se abalanzó sobre Carmucha. Andrea acabó en el hospital psiquiátrico de Conxo.
Éste es uno de los 24 capítulos que forman el libro ‘Historias do Carril-Cornes’, de Xoán Luís Miguéns García. El escritor, y trabajador ferroviario vilagarciano, recoge otro episodio de amor, pero con final feliz.
Es el protagonizado por Lois, que un día subió al tren en Padrón para viajar hasta Vilagarcía, en cuyo puerto se embarcó rumbo a Cuba. Era un viaje que iba a cambiar su vida, pero poco podía imaginarse hasta qué punto.
Cuando se puso en marcha, se fijó en una chica que le devolvió la mirada. Entre Padrón y Catoira, Lois y Maruxa comprobaron que la atracción era mutua. Él le contó que se iba a Cuba y le pidió su dirección. Lo primero que hizo cuando se asentó en Camagüey fue escribirle. Se cartearon durante once años, y él le hizo la firme promesa de que la boda sería sonada. Y la cumplió.
«Estou pensando que, xa que nos coñecemos no tren, poderíamos casar nel ¿Que che parece?», le preguntó a la vuelta. Sorprendida, su respuesta fue afirmativa. Ahora tendría que conseguir los permisos, y no fue fácil porque no dejaba de ser una petición insólita. El cura no estaba por la labor: un vagón no era un lugar sagrado.
Pero tuvo que ceder al recibir una carta del Arzobispado: «Sobre el expediente que nos ocupa se está procediendo a una nueva revisión, por lo que se le recomienda que adopte una actitud más permisiva, puesto que se ha comprobado que se trata de buenos cristianos», decía.
El párroco ya conocía el estilo de ordenar sin mandar de sus superiores, en los que influyó decisivamente la aportación económica del indiano para reparar el tejado de la iglesia de su parroquia y la promesa de futuras ayudas.
La reticencias de la Renfe fueron vencidas por la mediación eclesiástica, que vetó la presencia de los medios de comunicación en la boda para evitar que trascendiese más de lo inevitable, «ya que podría animar a otros fieles». Y así, un coche-vagón se convirtió en un improvisado altar en el que unieron sus vidas Lois y Maruxa.
El protagonismo del ferrocarril no se redujo tras la ceremonia, porque la feliz pareja se desplazó de Vigo a Oporto en un tren, desde donde viajaron a Madrid en otro, para coger el expreso Irún-Hendaya, camino de París. En el regreso pasaron por Barcelona, siguiendo los caminos de hierro.
Aún no habían transcurrido ocho meses desde su retorno a Cuba cuando tuvo que regresar para asistir al bautizo de su hijo Antón, que posiblemente hubiese sido concebido en un vagón durante la luna de miel, y acabó trabajando en la Renfe.
El desesperado viaje de Sindo Vence a Portugal en busca de penicilina
Como tantos otros trabajadores ferroviarios, Sindo Vence había participado en alguna operación de contrabando de café desde su puesto en Santiago, pero prefirió no intentar hacer carrera en el contrabando, hasta que se vio entre la espada y la pared: ya no se trataba de ganar unas pesetas, sino de salvar la vida de su hija.
Corría el año 1947. El comentario más recurrente entre los médicos era el descubrimiento de Alexander Fleming: la penicilina. Pero escaseaba. «Hemos tenido conocimiento de que está llegando a Portugal de contrabando. Lo que pasa es que es muy cara y dificilísima de conseguir», le explicó el suyo.
Sindo no escuchó las últimas palabras. El jefe de estación emitió por telégrafo la recomendación de que le diesen preferencia y llegó a Valença do Minho a medianoche.
En un bar le explicaron que la desviaban a los hospitales privados de Oporto y Lisboa. Se acostó con el corazón encogido. A la mañana subió al tren hacia Oporto, en el que un revisor le indicó que se dirigiese al puerto de Leixoes.
Pero no encontró lo que buscaba. La única alternativa era acudir a un hospital, donde se hizo con la penicilina después de dejar todo el dinero que había ahorrado y afirmar que venía recomendado por un médico de Santiago.
Con el reloj corriendo hacia atrás, apuró el paso para subir el tren que lo llevó de nuevo a Valença do Minho, donde se encontró ante la tesitura de aguardar hasta el amanecer, que evitó pagando a un barquero con el que cruzó el río.
Había caminado varios kilómetros desde Tui cuando le paró un camionero que iba a buscar pescado a Vigo, donde cogió el tren que lo llevó hasta Santiago al amanecer.
En el viaje le venció el sueño, del que despertó gritando en medio de una pesadilla en la que le robaban la medicina.
Media hora después de su llegada al Hospital de Santiago fue convocada una reunión de jefes médicos. Con su determinación, Sindo Vence trajo hasta Galicia las primeras dosis de penicilina, con la que además de salvar a su hija evitó la muerte de otro paciente.
Diario de Pontevedra (8-11-2009)
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