Las cámaras de Manuel González Oliveira captaron la fugaz expresión de miles de personas en las más variadas circunstancias, hizo fotos a familias gitanas velando los cadáveres de sus familiares y de bodas. Primero en la calle y después en su estudio, fue el fotógrafo de Vilagarcía durante más de dos décadas.
Fue albañil, trabajó en la empresa del agua y en una fábrica de alambre antes de probar suerte en A Coruña, donde se cruzó Amancio, tío del que fuera futbolista del Real Madrid, Amancio Amaro, que le enseñó el oficio. Pero no encontró hueco en un mercado muy disputado.
Y regresó a Vilagarcía, donde se asoció con Nacho. Ambos recorrieron las playas, durante el verano, ofreciendo sus servicios a los veraneantes y a las ‘mantidas’ que acudían a los baños. Las plazas de Ravella y del Obelisco eran sus emplazamientos el resto del año.
Mientras uno disparaba, el otro viajaba en bicicleta hasta A Lomba, donde revelaban los carretes. La sociedad duró hasta mediada la década de los 50, y en 1960 se hizo cargo del primer estudio de la ciudad. Se lo cedió Sandini, un santiagués que le dejó el negocio para emigrar a Venezuela.
Mientras tuvo tiempo, jugó la partida en el bar ‘Entra y verás’, situado en A Baldosa, pero la apertura de un kiosco, en la galería del edificio donde se encontraba el estudio, situado en la calle Padre Feijoó, le obligó a dejarla.
Ni en el bar, ni en la calle, ni detrás de cámara hizo una sola alusión a su pasado. Porriño sólo contó su historia a los más allegados. Fue un desconocido para quienes lo rodearon durante décadas.
Ningún cliente podría imaginarse que este hombre, nacido en Catoira el 27 de agosto de 1913, tuvo que refugiarse en el monte para evitar la muerte cuanto estalló la Guerra Civil y que, sus familias de Catoira y Vilagarcía, donde estaba casado, le dejaban la comida en algún lugar acordado. Fue la suya la imagen del silencio.
Tomó la decisión cuando supo que lo buscaban, y su techo fue el cielo hasta que se cansó de vivir como una alimaña y de visitar fugazmente su casa. Se entregó en noviembre de 1938.
Lo acusaron de ser «un significado extremista», «ayudar a elementos rebeldes formando parte de un grupo de escopeteros que se dedicó a la requisa de armas», y le atribuyeron «haber tomado parte en una agresión a mano armada a la fuerza pública, cuyo cargo no ha sido probado», indica la sentencia firmada en 1939.
Le impusieron doce años, que se convirtieron en dos. Estuvo en el Instituto Valle-Inclán de Pontevedra, convertido en una cárcel, y en el penal de Ocaña (Toledo).
Y cuando lo liberaron comenzó la condena a la que fue cometido por agentes de la policía secreta, que le velaban los carretes cuando pedaleaba camino del laboratorio, destruyendo su trabajo entre burlas, amenazas y detenciones arbitrarias. Todos los 17 de marzo, cuando centenares de camisa azules acudían a Vilagarcía para celebrar el aniversario de la fundación de la Falange, él abandonaba la ciudad.
El terror impuesto por los vencedores se le metió hasta la médula y estuvo a punto de marchar a Portugal cuando murió el máximo responsable de su desgracia, Franco, ante el temor de ser víctima de nuevo de la hordas fascistas. La imagen de Tejero, pistola en mano, en el Congreso de la Diputados, le encogió el corazón.
Un día del año 1987 cerró el estudio y el kiosco y se marchó a Barcelona con su hija Victoria. Solo sus más cercanos supieron que calcetó, cosió, arregló paraguas, puso inyecciones, salió a pescar, cocinaba y arreglaba zapatos, además cuidar medio centenar de canarios, a los que ayudó a cantar haciéndoles escuchar un disco de trinos.
También quedó entre sus más íntimos el recuerdo de la cena que compartió con Antonio Machín, en el Hotel Carballinés, cuando el cantante cubano actuó en el Teatro Cervantes.
Falleció en 2002, sin conocer el motivo de su persecución. Si acaso, haber sido cuñado, de Antonio Blanco, alcalde socialista de Marín asesinado por los fascistas o yerno de un carabinero, Florentino Gómez, también represaliado, plantea su hija Mercedes, Chiruca para sus amigos.
El origen de la silenciosa e implacable persecución a la que fue sometido es posible que hubiera sido el de tantos otros episodios similares, la envidia de un vecino falangista que denunció a Manuel González Oliveira, un hombre trabajador que no hizo daño a nadie. Tal vez porque nunca fue a misa
La brutal y ciega maquinaria de la represión hizo el resto. «No quiero decir nombres. No todo el mundo era malo, pero bastó con que hubiera uno», lamenta Chiruca.
Diario de Pontevedra, (20-01-2013)
Fue albañil, trabajó en la empresa del agua y en una fábrica de alambre antes de probar suerte en A Coruña, donde se cruzó Amancio, tío del que fuera futbolista del Real Madrid, Amancio Amaro, que le enseñó el oficio. Pero no encontró hueco en un mercado muy disputado.
Y regresó a Vilagarcía, donde se asoció con Nacho. Ambos recorrieron las playas, durante el verano, ofreciendo sus servicios a los veraneantes y a las ‘mantidas’ que acudían a los baños. Las plazas de Ravella y del Obelisco eran sus emplazamientos el resto del año.
Mientras uno disparaba, el otro viajaba en bicicleta hasta A Lomba, donde revelaban los carretes. La sociedad duró hasta mediada la década de los 50, y en 1960 se hizo cargo del primer estudio de la ciudad. Se lo cedió Sandini, un santiagués que le dejó el negocio para emigrar a Venezuela.
Mientras tuvo tiempo, jugó la partida en el bar ‘Entra y verás’, situado en A Baldosa, pero la apertura de un kiosco, en la galería del edificio donde se encontraba el estudio, situado en la calle Padre Feijoó, le obligó a dejarla.
Ni en el bar, ni en la calle, ni detrás de cámara hizo una sola alusión a su pasado. Porriño sólo contó su historia a los más allegados. Fue un desconocido para quienes lo rodearon durante décadas.
Ningún cliente podría imaginarse que este hombre, nacido en Catoira el 27 de agosto de 1913, tuvo que refugiarse en el monte para evitar la muerte cuanto estalló la Guerra Civil y que, sus familias de Catoira y Vilagarcía, donde estaba casado, le dejaban la comida en algún lugar acordado. Fue la suya la imagen del silencio.
Tomó la decisión cuando supo que lo buscaban, y su techo fue el cielo hasta que se cansó de vivir como una alimaña y de visitar fugazmente su casa. Se entregó en noviembre de 1938.
Lo acusaron de ser «un significado extremista», «ayudar a elementos rebeldes formando parte de un grupo de escopeteros que se dedicó a la requisa de armas», y le atribuyeron «haber tomado parte en una agresión a mano armada a la fuerza pública, cuyo cargo no ha sido probado», indica la sentencia firmada en 1939.
Le impusieron doce años, que se convirtieron en dos. Estuvo en el Instituto Valle-Inclán de Pontevedra, convertido en una cárcel, y en el penal de Ocaña (Toledo).
Y cuando lo liberaron comenzó la condena a la que fue cometido por agentes de la policía secreta, que le velaban los carretes cuando pedaleaba camino del laboratorio, destruyendo su trabajo entre burlas, amenazas y detenciones arbitrarias. Todos los 17 de marzo, cuando centenares de camisa azules acudían a Vilagarcía para celebrar el aniversario de la fundación de la Falange, él abandonaba la ciudad.
El terror impuesto por los vencedores se le metió hasta la médula y estuvo a punto de marchar a Portugal cuando murió el máximo responsable de su desgracia, Franco, ante el temor de ser víctima de nuevo de la hordas fascistas. La imagen de Tejero, pistola en mano, en el Congreso de la Diputados, le encogió el corazón.
Un día del año 1987 cerró el estudio y el kiosco y se marchó a Barcelona con su hija Victoria. Solo sus más cercanos supieron que calcetó, cosió, arregló paraguas, puso inyecciones, salió a pescar, cocinaba y arreglaba zapatos, además cuidar medio centenar de canarios, a los que ayudó a cantar haciéndoles escuchar un disco de trinos.
También quedó entre sus más íntimos el recuerdo de la cena que compartió con Antonio Machín, en el Hotel Carballinés, cuando el cantante cubano actuó en el Teatro Cervantes.
Falleció en 2002, sin conocer el motivo de su persecución. Si acaso, haber sido cuñado, de Antonio Blanco, alcalde socialista de Marín asesinado por los fascistas o yerno de un carabinero, Florentino Gómez, también represaliado, plantea su hija Mercedes, Chiruca para sus amigos.
El origen de la silenciosa e implacable persecución a la que fue sometido es posible que hubiera sido el de tantos otros episodios similares, la envidia de un vecino falangista que denunció a Manuel González Oliveira, un hombre trabajador que no hizo daño a nadie. Tal vez porque nunca fue a misa
La brutal y ciega maquinaria de la represión hizo el resto. «No quiero decir nombres. No todo el mundo era malo, pero bastó con que hubiera uno», lamenta Chiruca.
Diario de Pontevedra, (20-01-2013)
Relacionados
la sombra de los días
1/25/2013
0
Comentarios
Publicar un comentario