«Me
abordaste cuando tenía trece años y
estudiaba en las filipenses. Siempre iba a compañada de alguna amiga y no sé
qué cara se me pondría. Te acercaste para decirme que venías con buenas
intenciones», recuerda Lucy.
«Hasta entonces, no había sentido un interés
particular por nadie. Me dedicaba a pasear, ir al cine y hablar con mis
compañeros, porque los salesianos casi no nos dejaban», responde Juan.
El encuentro entre una vilagarciana de 13 años y un
chico de 17 de Alcázar de San Juan (Ciudad Real), cuyos nombres no se
corresponden con los reales a petición de ambos, se produjo en un anochecer de
marzo de 1971, bajo la luz fluorescente de las farolas de la Praza de Galicia
de Vilagarcía.
«Venía lavadito, después de haber hecho los
ejercicios espirituales en Santiago. Te vi diferente, distinta a las demás, y
te pregunté si podía acompañarte. Estabas un poco tiesa», agrega Juan.
«Siempre fui reacia a comprometerme con
alguien, aunque algunas compañeras de mi edad ya tenían novio», puntualiza
Lucy.
Pasearon durante media hora, él le preguntó si
podrían volver a verse, y se despidieron. De la Alameda a Vista Alegre, los
paseos se repitieron.
«Me sentía muy bien a su lado, era rubio, alto, muy
formal y serio», apunta Lucy. Un día bailaron en el Mercantil, que se encotraba
en el salón de actos de la casa de cultura de la calle Rey Daviña.
El fin
de curso. Llegó el fin de curso y el motivo de la estancia de
Juan en Vilagarcía, estudiar durante tres años formación profesional en el
colegio de la Renfe de Bamio, que le garantizaban trabajo en Renfe. «No hubo
lágrimas en la despedida», coinciden ambos.
Se cruzaron algunas cartas. Regresó en la última
semana de junio de 1972, poco antes de iniciar el servicio militar. El Xardín
de Ravella fue el escenario del reencuentro, y pasearon durante tres días por
la carretera de la playa.
Lucy lo acompañó hasta la estación y se dijeron
adiós sin un beso. «No había llegado a Rubiáns cuando llegué a la conclusión de
que había hecho el tonto. Sentí que me había enamorado. Me metí en el servicio,
cogí una toalla de papel y escribí lo que sentía. Me cayeron las lágrimas»,
dice Juan.
Sin tiempo que perder, plasmó en un papel la
petición de convertirse en su novio. Las horas se le hizo eternas esperando la
respuesta mientras cumplía con la patria en Alcalá de Henares (Madrid).
Y ella le dijo no. «Entonces la mili duraba cuatro
años, había que guardar las ausencias, pensé que podía irse con otra chica y no
quería dar un paso en falso. La sensatez se impuso a los sentimientos», explica
Lucy.
Pero él siguió ocupando sus pensamientos. «Siempre
decía, Juan haría, Juan, diría... Inconscientemente, lo comparaba con los
chicos que conocía, y todos salían perdiendo», reconoce. «Me sentía de otro
planeta», agrega.
La relación pudo haberse reanudado seis años
después. Juan le preguntó si tenía alguna posibilidad antes de comprometerse
con otra chica y la respuesta fue negativa de nuevo. «Tuve vergüenza de haberlo
rechazado y le dije que no otra vez», justifica Lucy.
Tres cartas certificaron el final del sueño que
comenzó en una noche de primavera. El último tren había partido, pero el
destino parecía haber escrito otro epílogo.
La vida llevó a Juan de la estación Toledo a la de
Madrid, donde trabajó hasta 2011. Lucy abandonó los estudios de Filosofía y
Letras en Santiago y trabajó de administrativa en Vilagarcía. «No lo olvidé ni
un solo día, y lo di por perdido». Los dos formaron sus familias y tuvieron
hijos.
Además de haber sido el escenario de los primeros
años vividos lejos de sus padres, con el paso del tiempo, Galicia también se
convirtió en el destino de vacaciones de Juan y su familia. Después de varios
veranos en O Grove, decidieron visitar en Vilagarcía.
¿Pudo haber actuado el subconsciente al adoptar la
decisión? Él explica que a todos les convenció la cercanía de la playa, que no
es tan atractiva como la de A Lanzada pero tiene la ventaja de que no es
necesario desplazarse en coche. Alquilaron un piso y fijaron la fecha, el día
28 de julio de 2011.
Y el 15 de julio encendió el ordenador, entró en
Google y escribió su nombre. «Vi una foto suya en O Faiado da Memoria y envié
un mensaje titulado ‘Hace 40 años’, aunque habían transcurrido 39. Quería
ponerme en contacto con ella». Su acción desencadenó un torrente de
sentimientos.
Aquel día, Lucy venía de la playa y se detuvo a
charlar con Flory, una amiga que vende el cupón de la Once muy cerca de donde
estuvo el Mercantil. «Me sonrió de oreja a oreja cuando le dije que el día
estaba muy bonito». «Te va a parecer más bonito cuando te diga algo», le
anticipó Flory.
La
pregunta. Lucy supo que Juan había preguntado por ella y que
vendría a Vilagarcía. «Empecé a saltar como Penélope Cruz en la ceremonia de
los Oscar». Nada le importó la sorpresa de los viandantes en una calle céntrica
y peatonal.
«Lloré de angustia y ansiedad». Se tomó su tiempo
para recapacitar, conectaron a través del correo electrónico, no quiso perder
la oportunidad de sincerarse. Por medio del ordenador, recuperaron la relación
epistolar que habían mantenido, le dijo que había sido una gilipollas, y se
abrió un paréntesis repleto de interrogantes.
Juan pretendía aprovechar la ocasión para saludarla,
en compañía de su familia, y hablar de los tiempos pasados, pero Lucy estaba
convencida de que la llama del amor se reavivaría si volvía a verlo. «Siempre
estuvo latente, y muchas veces, a flor de piel».
Ella era un mar de dudas cuando se dirigió al lugar
que ocupa habitualmente de la Praia Compostela. Leía y escuchaba música cuando
una familia se instaló a su lado. Supo enseguida que era él. «Me puse boca
abajo y metí la cabeza en el libro».
Pero no pudo mantener oculta su identidad porque el
hijo de una amiga, que se acercó a ella, dijo su nombre. Juan lo escuchó y
dedujó que podría ser ella, porque en una ciudad de 36.000 habitante pocas
mujeres se llamarán Lucy.
Comenzaron a cruzarse las miradas, que lo dijeron
todo y, con algunas variantes, se repitió la situación los días siguientes.
A la vuelta de las vacaciones, Juan buscó una excusa
para regresar a Vilagarcía. Desde Santiago le envió un mensaje. Se citaron en
el piso de Lucy. Como en la última oportunidad que estuvieron juntos, esperó a
que saliese del trabajo paseando cerca del mar.
Ella le envió un mensaje cuando llegó a casa. «Y no
me contestaba». «Serían los nervios», sugiere Juan. Poco después sonó el
timbre. Ella bajó al rellano, «con los ojos llenitos de ayer», como la Penélope
que aguardó a su amante en una estación del tren, de Joan Manuel Serrat.
Habían pasado casi cuatro décadas desde la
anochecida tarde de marzo de 1971 bañada en la luz de las bombillas
fluorescentes de la Praza de Galicia, pero Juan se encontró junto al ascensor a
una niña de 13 años, y Lucy, a un chaval de 17. Y los dos comenzaron a escribir
una nueva historia.
Diario de Pontevedra (17-02-2013)
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