Amelia Barreiro González, conocida con el sobrenombre de ‘la Tiquití’ porque su abuelo había sido maestro-compositor de la Banda de Música de Carril, fue de las últimas pobladoras que abandonaron la isla de Cortegada, donde vino al mundo, y la única que se atrevió a pedirle a Franco que pusiese fin a la esclavitud que suponía permanecer durante horas ante una fuente de cuatro caños por los que apenas salía agua.
La presencia del dictador en Vilagarcía era frecuente en aquella época y su yate, el ‘Azor’, quedó fondeado frente al paseo, que estaba abarrotado por una muchedumbre que lo vitoreaba. «Seica vai pasar Franco por aquí», recuerda Manuel Eiras que se comentó por la mañana de aquel día cuando unos vecinos se afanaban por limpiar el malecón.
Un falangista, amigo de su familia, animó a su madre a romper el rígido protocolo y le prometió su apoyo. Y Amelia se atrevió. El servicio de seguridad trató de evitar que se acercase, pero Franco ordenó que la dejasen acercarse. «Anote», ordenó a un subalterno tras haber escuchado su petición.
Poco después de que hubiese finalizado la visita, una pareja de la Guardia Civil se la llevó. El falangista hizo valer sus influencias, y dos horas más tarde estaba en su casa. «Non lle tocaron un pelo», subraya su hijo.
Tardó algún tiempo, pero el agua acabó llegando a Carril y cada vecino que quiso tenerla en su domicilio tuvo que costear las obras de la conexión. «Costounos doce pesos», puntualiza. La emblemática fuente de cuatro caños desapareció del lugar. «Levouna un que foi alcalde para a súa casa», asegura Manuel Eiras.
Aquel episodio protagonizado por Amelia, ‘la Tiquití’, no fue merecedor de ser grabado en bronce ni en mármol, y no queda más constancia que la memoria de quienes fueron sus testigos.
Tampoco tuvieron la menor consideración con su hermana Josefa, que se fue a vivir a A Torre después de haberse casado con un hombre que embarcó. Otilia, tía de su esposo, le inculcó los valores que identificaban entonces a la izquierda y un día se encontró ante una dramática tesitura: dar cobijo a un perseguido por defender la justicia social y mirar hacia otro lado sabiendo que era una cuestión de vida o muerte.
Josefa Barreiro lo escondió en el desván de su vivienda durante un tiempo, el que tardó algún soplón en advertir a los falangistas de que compraba habitualmente hojas de afeitar, cuando su marido se encontraba en el mar y no había ningún otro hombre en su casa.
Un día se presentaron los pistoleros, que al advertir un movimiento sobre sus cabezas dispararon. Las balas atravesaron el techo de madera y poco después empezó a caer sangre sobre la cocina. Acababan de matar a Urbano Tarrío Montero. Tenía 22 años. Militaba de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT).
Era el día 17 de marzo del año 1937. Le robaron los anillos. Sus restos se encuentran en una fosa común que fue abierta en el cementerio municipal de Rubiáns.
Josefa Barreiro tuvo tiempo de echarse encima un abrigo antes de que la arrastrasen hasta el colegio de O Ramal, convertido en un centro de detención. Amelia le llevó la comida el día siguiente, y el 19 ya no estaba allí. Le dieron tal paliza que tuvieron que fusilarla sentada porque era incapaz de mantenerse en pie. Tenía 26 años. Era labradora.
Hijo de Amelia y sobrino de Josefa, Manuel Eiras Barreiro tuvo que dejar la escuela cuando tenía once años para ayudar para trabajar en el mar. «Ó que houbera», comenta. Primero fueron los caramuxos en las rocas, y no tardó en subir a la lancha con su padre. Abundaba el berberecho entre Ribeira, O Grove y Vilanova y él era el mayor de una tripulación formada por niños. «Cando facía vento poñiámonos a bogar e temblaba o ministerio», recuerda.
El mar era productivo pero las ganancias quedaban en otros eslabones de la cadena, así que en verano también se dedicó una actividad conocida con el nombre de chiripas, que consistía en aguardar en un bote a que algún veraneante, de los que entonces se desplazaban hasta la playa de A Concha solicitase sus servicios para dar un paseo.
Como otros jóvenes, Manuel Eiras gobernó una dorna cuando las competiciones de vela causaban furor entre la clase adinerada que se citaba el elitista Real Club de Regatas Galicia.
Una veintena de embarcaciones disputaba los trofeos. La dorna que manejaba Manuel consiguió muchas victorias, pero su nombre no figura en ninguna porque siempre tuvo que realizar las maniobras cuidando de no tocar el timón para que su patrón, que como casi todos pocos conocimientos tenían de navegación, no fuese descalificado.
Los auténticos timoneles nunca tuvieron acceso a las ceremonias de entrega de trofeos.
Pero con 19 años creyó que había llegado el momento de dar el salto. Buscando el único camino que conocía, el mar, viajó hasta Barcelona con la intención de embarcarse. No lo consiguió y se desplazó hasta Valencia, donde se introdujo en un barco inglés.
El polizón arousano fue descubierto poco después. Le dieron el desayuno y la comida y lo hicieron desembarcar en Cartagena, donde pudo evitar ser encarcelado, pero no quiso para no pagar una multa «de 30 ou 40 pesetas».
Como tenía dinero para el tren, dos guardias lo acompañaron hasta la estación y se dirigió hasta Madrid y después a Vilagarcía. Cumplió la condena en la cárcel de A Parda, alimentándose con la comida que le traían desde una fonda cercana que pagó un vecino.
Regularizada su situación, el mar lo llevó a Gotteborg, Génova, Sicilia, Cerdeña, Ciudad del Cabo, Maracaibo, Trinidad y Tobago, Estados Unidos y Mozambique, donde se encontraba el día que se independizó de Portugal.
Hoy vive en Rubiáns, tiene 85 años, juega la partida con sus amigos y comparte sus recuerdos con quien quiera escucharlo.
Diario de Pontevedra (15-12-2013)
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